Alaska permaneció en silencio por unos instantes. La sala, bañada por la penumbra del anochecer, parecía encogerse a su alrededor. Sin embargo, ese silencio no provenía de la culpa ni del miedo, sino de la sorpresa amarga de oírlo acusarla con tanta seguridad, como si hubiese estado aguardando ese momento para atacarla.
Vidal dio un paso hacia ella, exigiendo una reacción.
—¿Por qué no dices nada? —cuestionó—. Responde, Alaska. ¿Dónde he estado durante el día? Tú lo sabes perfectamente porque me has estado siguiendo. ¿O lo vas a negar?
—¿Por qué estás diciendo eso? —logró articular Alaska finalmente—. ¿Te lo dijo esa mujer, no es así?
Vidal entrecerró los ojos, como si la sola mención de Layla lo irritara aún más.
Alaska, sin embargo, ya no podía detener el torrente de preguntas que llevaba todo el día acumulándose en su mente. Dio un paso hacia él, clavando los ojos en los suyos.
—Vidal, ¿en qué andas metido? —inquirió—. ¿Qué es lo que estás tratando con esa mujer, con la que estabas