Ethan
La noche caía como un manto oscuro y pesado, envolviendo todo en un silencio opresivo que se colaba entre las calles vacías. Caminaba sin rumbo fijo, con los pensamientos disparados y el corazón latiendo con fuerza en el pecho, como si intentara escapar de un futuro que ya se sentía inevitable. Sabía que no podía huir más de lo que se venía, que había una sombra que lo acechaba y que estaba a punto de romper el frágil equilibrio que había construido.
Desde hacía días, esa presencia invisible lo seguía como una marca indeleble. No era solo una sensación, no era paranoia ni miedo infundado. Había señales claras, sutiles pero incontestables: mensajes anónimos aparecían en su teléfono cuando menos lo esperaba, objetos personales desaparecían sin explicación, y en cada reflejo —en cada espejo— sentía que algo más lo miraba, como si los espejos fueran ventanas a otra realidad que se filtraba poco a poco en la suya.
Los espejos. Esa conexión tan extraña y dolorosa que parecía entrelaz