El amanecer seguía su avance lento y decidido, teñido de una luz pálida que apenas lograba disipar las sombras aún presentes en la casa derruida. El silencio era pesado, casi palpable, como si la propia estructura estuviera contenida en un suspiro, temerosa de romper la calma antes de la tormenta que se avecinaba. Los restos de la noche pasada quedaban dispersos en cada rincón: cristales rotos, muebles destrozados, marcas de un enfrentamiento que había dejado cicatrices visibles e invisibles.
Me levanté con dificultad, sintiendo el crujir de mis huesos y el ardor de las heridas recientes. Cada movimiento era un recordatorio de nuestra fragilidad, pero también de nuestra resistencia. Habíamos llegado tan lejos, a pesar de cada caída, a pesar de cada golpe. Cada respiración era un pequeño triunfo.
León permanecía sentado junto a la chimenea apagada, el cuaderno abierto en sus manos, con los bordes amarillentos temblando bajo sus dedos tensos. Lo observé mientras leía, con la mirada fija