El sol apenas había cruzado el horizonte cuando comenzamos a limpiar lo que quedaba de la casa. Cada pedazo de madera astillada, cada cristal roto, era como arrancar una espina de nuestras heridas, liberando el peso de la noche anterior. No era solo para tener espacio donde caminar, sino para recordarnos que, aunque todo se había desmoronado, todavía podíamos reconstruir, aunque fuera poco a poco.
El polvo se levantaba en columnas doradas cada vez que movíamos algo, danzando con los rayos de sol que se colaban por las grietas de las paredes. El olor a madera quemada, tierra húmeda y ceniza seguía impregnando cada rincón, como un recordatorio de que la oscuridad había estado aquí, pero también de que se había ido, al menos por ahora.
León recogía con cuidado los fragmentos del espejo que se había roto en el pasillo, sus manos firmes a pesar de los cortes pequeños que aparecían en su piel. Lo observé en silencio, viendo cómo su respiración se mantenía constante incluso cuando el dolor l