El silencio que siguió al ritual fue casi insoportable. La atmósfera estaba cargada de una electricidad densa, como si el aire mismo se hubiera detenido a escuchar el latido de nuestros corazones, tensos, expectantes, al borde de romperse. El reflejo oscuro que había surgido del espejo se había desvanecido, pero la amenaza de su regreso se sentía en cada sombra, en cada susurro de la casa agrietada por la tormenta.
Me quedé de pie, respirando con dificultad, sintiendo cada latido resonar en mis oídos como un tambor de guerra. León permanecía a mi lado, con el pecho subiendo y bajando con rapidez, la piel aún marcada por la suciedad y la sangre seca, pero sus ojos brillaban con una resolución que me atravesó como un rayo.
—¿Crees que funcionó? —pregunté en voz baja, aunque temía la respuesta.
León me miró, sus ojos oscuros reflejando las velas que seguían ardiendo con llamas temblorosas, proyectando nuestras sombras largas en las paredes agrietadas.
—Tiene que haber funcionado —dijo co