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—No me importa, Harris. No voy a permitir que un completo desconocido me quite a mi hija —el susurro de Charlotte Jones era tan tenso que casi se quiebra.
Harris Johnson, su abogado, le palmeó la mano con gesto paternal, un contraste con su reputación de tiburón en los juzgados. —Lo conseguiremos, Charlotte. Solo mantén la cabeza fría.
Mantener la calma era una tarea titánica. Su vida era un torbellino desde la muerte de Noah y las dolorosas revelaciones que la siguieron. Sophie era su ancla. Y ahora, un error de la clínica de fertilidad amenazaba con arrebatársela.
—¿Señora Jones? ¿Señor Johnson? Ya están esperándoles —anunció la recepcionista.
Al entrar en la sala de reuniones, lo primero que vio fue la espalda ancha de un hombre frente al ventanal, contemplando Central Park. Una energía intensa e indomable emanaba de él, llenando la estancia.
—Adriano, ya podemos empezar —dijo el otro hombre, Jacob Williams, el afamado abogado.
Al sentarse, Adriano Rinaldi se volvió. Y Charlotte agradeció haberlo hecho, porque las piernas le flaquearon. Era deslumbrantemente guapo con una mandíbula fuerte y unos ojos castaños que la recorrieron con una indiferencia que la irritó.
—Un café solo —pidió Adriano a la asistente, sin mediar por favor, gracias. Era un hombre acostumbrado a dar órdenes.
La reunión fue una batalla de argumentos legales. Harris cuestionó la premura de pedir custodia sin conocer a la niña.
—Habría conocido a mi hija hace dos semanas si su cliente hubiera cooperado —intervino Adriano, su voz un susurro ronco que le erizó la piel.
—Mi hija —replicó Charlotte con vehemencia—. Sophie es mi hija. No la cederé a un desconocido. Podría ser un asesino en serie.
—Puedo asegurarle que mi cliente no es un delincuente —se apresuró Jacob—. Es el CEO de Rinaldi’s Italian Kitchen.
—¿Un hombre rico no puede ser un asesino?
—Si no coopera —intervino Adriano, clavándole la mirada
—, dejaremos las buenas formas. Solicitaré visitas forzosas. Y el juez se las concederá. Usted decide.
El pánico se apoderó de Charlotte.
—¿Pueden hacerlo? —le preguntó a Harris.
—Podemos y lo haremos —afirmó Adriano
—. Sophie es mi hija. No hay un juzgado en Nueva York que me niegue el derecho a verla.
—Es solo un bebé —suplicó Charlotte
—. ¿Por qué quitarle a su madre para dejarla con una niñera?
—¿Y quién dice que la dejaré con una niñera? —preguntó él, riendo—. No sabe nada de mí. No haga presunciones.
Frustrada, Charlotte se levantó.
—Hemos terminado.
—Muy bien —respondió Adriano con calma—. Creo que el color naranja le quedará perfecto.
—¿Naranja?
—Sí. El de los uniformes de prisión. Si el juez le concede las visitas y usted no cumple, irá a la cárcel. Y yo me quedaré con la custodia de Sophie.
El mundo de Charlotte se desmoronó. Harris le tocó el brazo.
—Siéntate, Charlotte.
Obedeció, derrotada. Él no faroleaba.
—Comprendo su postura —dijo Adriano, su tono algo más suave—. No quiero arrebatarle a su hija. Solo conocerla. Le propongo que pasemos un mes juntos. En una casa en la playa. Para que vea que tipo de padre puedo ser.
—¿Un *mes*? —Charlotte estaba atónita.
—Es la única forma de que evitemos una batalla legal larga y dolorosa. Por el bien de Sophie.
Charlotte miró a Harris, quien asintió casi imperceptiblemente. Era una tregua. Una oportunidad.
—De acuerdo —cedió, con la voz quebrada—. Acepto.
—Muy bien —Adriano esbozó una sonrisa que le aceleró el pulso—. Iremos a Martha's Vineyard.
Al salir del edificio, Charlotte sintió que podía respirar de nuevo. Pero una inquietud profunda se instaló en ella. No solo por la custodia de Sophie, sino por la forma en que la mirada de Adriano Rinaldi la hacía sentir: vulnerable, enfadada y, de un modo que se negaba a admitir, intensamente viva.







