Sofía
No he dormido.
No realmente.
No desde que salió de la habitación cerrando la puerta demasiado suavemente para que fuera honesto.
He permanecido allí, acostada, con los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando el silencio.
Ese silencio no tiene nada de pacífico. Es un silencio cargado, denso, tejido de cosas que no se dicen, de verdades que se entierran.
Elio me ofreció un trozo de su pasado como se lanza un hueso a un perro que se quiere calmar.
Pero no fue un gesto trivial.
Fue una prueba.
Y creo que no esperaba que la superara.
Pienso en su voz. Grave, controlada. Demasiado tranquila para ocultar lo que temblaba por no decir.
Me habló de su padre, de esa infancia bajo control, del terror camuflado tras órdenes impecables.
Pero no es lo que dijo lo que me marcó.
Es lo que retuvo. Lo que huyó. Lo que maquilló.
Porque incluso en la confesión, Elio controla. Dirige. Orquesta.
Y, sin embargo... había una falla.
Un temblor.
Algo desnudo, crudo, que no supo cubrir a tiempo.
Y ese ab