Elio
Ella está allí en la habitación de al lado.
Lo siento, lo sé.
Respira con fuerza, como si cada aliento fuera una lucha.
Como si su caja torácica se hubiera cerrado alrededor de un grito que se niega a dejar salir.
Cree que ha ganado.
Que ha puesto distancia.
Que ha huido del impacto.
Pero solo se ha atrincherado.
Y yo ya estoy asediando sus muros.
Aún estoy desnudo.
Sentado al borde de la cama.
Las manos apretadas sobre mis rodillas.
Las venas tensas bajo la piel.
Y en mi cabeza, un solo pensamiento: basta.
Basta de esperar.
Basta de soportar sus retrocesos, sus marchas, sus silencios venenosos.
Basta de jugar a adivinar si se va o se queda.
Ella es mía.
Siempre lo ha sido.
Incluso cuando gritaba que no.
Incluso cuando me miraba con ese odio en los ojos.
Incluso cuando me suplicaba que parara.
La vi disfrutar en mis brazos.
La escuché gemir mi nombre como una oración y un insulto.
La sentí arquearse, retorcerse, perderse bajo mis dedos.
Y no hay nada más cierto que eso.
Sofía pue