El sol caía lentamente sobre las colinas de Nápoles, tiñendo de tonos dorados y rojos los muros de la fortaleza. Serena estaba en el balcón de su habitación, observando el horizonte con la mente aún impregnada de la intensidad de la noche pasada y la promesa de un futuro al lado de Dante. Pero la calma nunca duraba demasiado en su mundo.
Un golpeteo en la puerta la sacó de sus pensamientos. Sergei entró, serio, con un sobre en la mano. El sello estaba intacto: un escudo antiguo, con el emblema de los Romano.
—Acaba de llegar, mi señora —dijo con voz grave—. Traído por un mensajero directo de Corrado.
Serena arqueó una ceja, tomó la carta y la sostuvo un instante antes de romper el sello. Dante, que estaba en la habitación, se acercó de inmediato.
—No lo abras sola —advirtió con el ceño fruncido.
Con delicadeza, Serena desplegó el papel. La letra era firme, elegante, y llevaba el inconfundible tono calculador de Corrado:
"A mi sobrina Serena y a la honorable hermandad de La Roja,
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