La iglesia permanecía en un silencio sepulcral después de que los dos hombres de La Roja se sentaran junto a Corrado, Salvatore e Isabella. El eco de las palabras del sacerdote —“Si alguien tiene algo que objetar, que hable ahora o calle para siempre”— todavía flotaba en el aire, pero todos comprendían que nadie se atrevería a interrumpir.
Serena, cubierta por el delicado velo que ocultaba su rostro, se mantenía firme al lado de Dante, quien mostraba su rostro sin temor, irradiando un poder que no necesitaba palabras. Aquel simple acto, desafiante y solemne, había logrado lo que décadas de guerras no habían conseguido: doblegar a los hombres más temidos de Italia con el silencio.
Corrado, con el sudor resbalando por sus sienes, apretaba los puños. No podía creerlo. Su sobrina, su maldita sobrina Serena, estaba de pie frente a todos, a punto de casarse con el hombre que había logrado que La Roja, esa organización legendaria y hermética, cruzara océanos y fronteras para estar present