El amanecer trajo consigo un aire frío que Dante no pudo ignorar. Serena seguía dormida, su respiración pausada, pero había algo en su piel, en la palidez de su rostro, que no le gustaba. La escena del desmayo aún se repetía en su mente, como una película que no podía apagar. No estaba dispuesto a esperar a que se repitiera.
—Iván, Mikko —llamó en voz baja—, necesitamos un médico.
—¿Uno cualquiera? —preguntó Mikko, todavía con la voz adormilada.
—Uno que no abra la boca —aclaró Dante—. De esos que no preguntan y no anotan nada.
Iván asintió, comprendiendo el peso de esas palabras. Salir del búnker significaba exponerse, pero dejar a Serena así era un riesgo aún mayor.
Media hora después, la caravana avanzaba por un camino de tierra, sus ruedas levantando polvo en la penumbra. Dante iba conduciendo, con Iván revisando constantemente los espejos retrovisores y Mikko ajustando el cargador de su pistola. El silencio era denso.
—Tenemos un coche detrás —dijo Iván en voz baja.
Dante