La madrugada en Sicilia era densa, casi irrespirable. El cielo estaba cubierto por nubes que no dejaban ver la luna, y el aire olía a tormenta. Las luces de los helicópteros se reflejaban en el mar como luciérnagas rojas, proyectando sombras largas sobre los acantilados.
Dante observaba desde el asiento delantero del helicóptero principal. Frente a él, el monitor táctico mostraba las coordenadas enviadas por Amara. Un punto rojo parpadeaba en el mapa: una vieja refinería abandonada a las afueras de Palermo.
—¿Confirmada la fuente? —preguntó sin apartar la vista.
Mikhail, con el rostro iluminado por la luz azul del panel, asintió.
—Amara no suele equivocarse. Pero esto huele a emboscada.
—Todas las victorias huelen a sangre —murmuró Dante, ajustando su chaleco táctico.
En el helicóptero secundario, Sergey revisaba los sistemas de comunicación.
—Tendremos interferencia cuando crucemos el perímetro —informó—. Lorenzo tenía protocolos similares. Salvatore aprendió de él.
—Entonces entrare