El rugido de los motores del yate privado retumbaba en los oídos de Alejandro mientras intentaba mover sus muñecas atadas a los brazos de la silla. Estaba vendado, con la cabeza ladeada y el cuerpo adolorido, como si hubiera pasado horas inconsciente. Sus pensamientos eran confusos, pero algo dentro de él gritaba que Camila y su hijo estaban en peligro.
A varios metros de distancia, en otra sección del yate, Camila acunaba al bebé con desesperación. El pequeño lloraba sin cesar; su cuerpecito temblaba por el ambiente tenso que lo rodeaba. Camila intentaba calmarlo, pero su propio corazón latía con tal fuerza que parecía que se le iba a salir del pecho.
De pronto, la puerta del compartimento se abrió con un chirrido agudo. Camila levantó la vista con temor y se encontró con el rostro que jamás hubiera querido volver a ver.
—Margaret… —Susurró, estremeciéndose.
Margaret entró con pasos firmes, con una expresión de odio tan afilado como un cuchillo. Sus ojos se posaron en Camila con una