El reloj marcaba las cinco de la tarde. Afuera, el cielo comenzaba a pintarse de tonos anaranjados y dorados. Los ventanales de la oficina de Alejandro Ferrer permitían que la luz suave del atardecer bañara la sala con una calidez engañosa. Porque dentro de esa oficina, las tensiones no hacían más que crecer.
Alejandro estaba de pie, junto a la ventana, con los brazos cruzados y la mente ocupada. Andrés, sentado frente al escritorio, lo observaba en silencio. El ambiente era denso, cargado de emociones encontradas. Había dolor, rabia, sed de justicia… y una determinación que se reflejaba en los ojos de ambos hombres.
El teléfono de Alejandro vibró sobre el escritorio, interrumpiendo el silencio. Él caminó hacia él y, al ver el nombre en la pantalla, una sonrisa leve curvó sus labios.
—Es Irma —murmuró, como si dijera algo que le reconfortaba el alma.
Contestó de inmediato.
—¿Ahí?
—Hola… —dijo la dulce voz de Irma al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás?
—Estoy bien. Me alegra escuchart