La tenue luz del estudio iluminaba el rostro de Alejandro Ferrer con un matiz dorado y cálido. La madera oscura de las estanterías, repletas de libros y documentos, aportaba una sensación de refugio. El murmullo lejano del atardecer se colaba por las ventanas entreabiertas, y el leve crujido de la silla de cuero acompañaba el silencio que había quedado tras la llamada con Irma.
Alejandro giró el celular entre sus dedos, aún pensativo. En su rostro se notaba una mezcla de serenidad y resignación. Andrés lo observaba desde uno de los sillones frente al escritorio, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados. La pregunta flotaba en el aire, suave pero directa.
— ¿Te sientes feliz con Irma? —preguntó con un tono sincero, sin juicio, solo curiosidad.
Alejandro levantó lentamente la mirada. Lo miró fijamente, como si en su mente se ordenaran las piezas antes de darle forma a la verdad.
—La verdad... —empezó con voz baja—. Me siento bien con ella. Con Irma… olvido un poco