La mañana había amanecido gris. Un cielo encapotado cubría la ciudad con una densa capa de nubes, como si el mismo día presintiera que algo oscuro estaba por suceder. En un edificio de oficinas ubicado en las afueras, una figura sombría contemplaba por la ventana, su silueta recortada contra el cristal empañado por el frío de la madrugada.
Álvaro Gutiérrez sostenía una taza de café negro entre las manos, pero no había probado ni un sorbo. Su mandíbula estaba tensa, y sus ojos, oscuros y calculadores, reflejaban una mezcla de sospecha e ira contenida.
—Demasiado silencio... —murmuró para sí mismo.
Dejó la taza sobre el escritorio con un golpe seco, se puso de pie y tomó su chaqueta de cuero negro. Se la colocó con lentitud, como si al ajustarse cada botón también se estaría armando de determinación. Mientras lo hacía, sus hombres ya se habían alineado afuera de su oficina, alertados por la forma en que se cerró la puerta de golpe.
Uno de ellos, de rostro serio y complexión fuerte, lo o