El reloj marcaba las cinco de la madrugada. La mansión Ferrer se encontraba sumida en un silencio denso, como si el aire mismo se negara a circular con normalidad. Pero ese silencio fue desgarrado de pronto por un grito lleno de angustia, que retumbó en las paredes y estremeció hasta al último rincón.
—¡¡¡CAMILAAAAA!!! —rugió Alejandro desde su habitación, con una voz tan rota y desesperada que erizó la piel de todos los que lo escucharon.
Isabela se levantó del sofá de golpe, con el corazón encogido, mirando hacia las escaleras como si pudiera ver a través de los muros.
—¿Qué fue eso? —preguntó con un hilo de voz, girándose hacia Carlos, quien se había quedado inmóvil, mirando hacia arriba con una mezcla de dolor y resignación.
—Es Alejandro —dijo simplemente Carlos—. Está… está desahogando su alma.
Andrés, que también se encontraba en la sala, se acercó a las escaleras lentamente. Observó hacia lo alto con una sombra de tristeza en sus ojos.
—Déjenlo —murmuró—. A veces… solo se pued