El aire dentro del quirófano era denso, cargado de tensión y de la urgencia de salvar una vida. La iluminación blanca y potente reflejaba la gravedad de la situación. Sobre la camilla, Camila yacía inconsciente, su cuerpo inmóvil y pálido contrastaba con el rojo vibrante de la sangre que se deslizaba lentamente por la sábana quirúrgica. El sonido de los monitores cardíacos resonaba en la sala, cada pitido marcando un latido de esperanza o una amenaza de pérdida.
—¡Necesito más succión aquí! —ordenó el cirujano principal, el doctor Ramos, con voz firme pero serena.
Una enfermera de inmediato movió el tubo de succión, aspirando la sangre que dificultaba la visibilidad en la cavidad torácica. El médico asistente extendió su mano sin apartar la mirada de la herida abierta.
—Bisturí —pidió con determinación.
La instrumentista, con precisión mecánica, colocó el bisturí en su palma. Con un movimiento experto, el doctor realizó una incisión más profunda para acceder a la bala alojada cerca de