Capitulo 4

Apenas cerré la puerta de la habitación, respiré hondo.

El cuarto de Melanie.

Miré alrededor.

El espacio era grande, amplio, bonito.

Con una cama enorme, cortinas claras, una cómoda al lado…

Y sobre ella, la foto de boda.

Ellos dos sonriendo. Melanie iluminada. Martín mirándola como si fuera su todo.

Por un momento, sentí que el corazón me apretaba.

Al menos este cuarto…seguía intacto.

Pero aun así…aun siendo hermoso…se sentía apagado.

Triste.

Vacío.

Como si la vida hubiera abandonado este lugar.

Me acerqué al closet y lo abrí.

Mis manos se quedaron quietas en el aire.

La Melanie que yo conocía amaba los vestidos floreados.

Los tonos pastel.

La ropa delicada.

Las balerinas.

Sus sandalias claras.

Su estilo dulce.

Pero aquí…

Casi no había nada de eso.

La mayoría había sido reemplazada por ropa oscura.

Pantalones negros.

Blusas sin vida.

Chaquetas frías.

Tacones que ella jamás usaba.

Zapatillas gastadas.

Sandalias que no tenían nada que ver con ella.

Todo era distinto.

Todo era apagado.

Todo era…como si alguien hubiera obligado a mi hermana a dejar de ser ella misma.

Sentí un fuego en el pecho.

—¿Cómo te hicieron vivir así, hermanita…? —susurré.

Con un esposo que andaba con su amante delante de tus ojos.

Con esos niños tratándote como si no fueras su madre.

Con esa mujer ocupando tu lugar.

Con esa frialdad en cada rincón.

Me llevé la mano a las costillas; el dolor me cortó la respiración.

Tenía que averiguar qué había pasado.

Tenía que entender cómo tu vida se transformó en esto.

Pero ahora…no podía más.

Me dolía todo el cuerpo.

Vi los medicamentos que habían dejado en la mesita.

Los tomé uno por uno.Los tragué con esfuerzo.

Me recosté en la cama de Melanie.

La almohada aún tenía su olor…suavemente dulce…pero también apagado, como si hubiera llorado muchas noches aquí.

Cerré los ojos.

El dolor, el cansancio, el peso de todo…me arrastraron al sueño.Y me dormí.

Despues de un rato , me desperte y aun con el cuerpo doliéndome en cada movimiento, salí de la habitación para buscar un vaso de agua.

Apenas puse un pie fuera… lo sentí.

Las miradas.

La desconfianza.

El desprecio.

La primera fue la empleada que estaba limpiando el pasillo.

Me miró como si yo fuera una cucaracha.

—¿Qué quiere ahora? —preguntó sin respeto, sin mirarme siquiera.

Me quedé helada. ¿Así hablaban con Melanie?

—Solo… agua —dije en voz baja.

La mujer chasqueó la lengua.

—La señora Rebeca dijo que no debemos dejarla sola en la cocina.

La señora Rebeca.

No “la señora Robles”.

LA SEÑORA REBECA.

Mi garganta ardió.

—Soy… la dueña de la casa —susurré.

Ella me fulminó con la mirada.

—Eso dígaselo al señor Robles, no a mí —respondió—. Yo sigo órdenes.

Y siguió limpiando, pasándome por el costado como si yo no existiera.

Caminé hacia el comedor para agarrar un vaso ahí, pero apenas crucé la puerta, escuché:

—Yo no fui, fue ella —me señalo la voz de Catalina, acusadora, cortante.

Me detuve.

Rebeca fingía sorpresa.

—¿De verdad, cariño? ¿Estás segura?

—¡Sí! —gritó Nicolás desde la mesa— Ella rompió mi dibujo.

Lo tiró al piso. ¡Yo la vi!

Me quedé congelada. No había ni tocado un lápiz desde que llegué.

—Yo no hice eso —dije con calma.

Martín entró justo en ese momento.

—¿Qué pasó ahora? —preguntó irritado.

Rebeca se acercó a él lentamente, como siempre, con esa dulzura falsa que usaba para manipular.

—Estaban haciendo sus tareas… y dicen que ella —me señaló— rompió el dibujo de Nicolás.

—¡Fue ella! —dijo el niño— Siempre hace lo mismo. Siempre arruina todo.

La niña Catalina añadió, con lágrimas que se notaban fingidas

—Yo solo quería mostrarle mi pintura a la tía Rebeca y ella… la tiró.

Martín me miró con esa rabia que ya parecía grabada en sus ojos.

—¿Otra vez? —gruñó— Melanie, ya basta de tus malditas actitudes infantiles.

Abrí la boca, incrédula.

—Yo no… —intenté hablar.

Pero Rebeca intervino, justo a tiempo, falsa hasta los huesos.

—Melanie… no pasa nada, en serio. No tienes que ponerte así.

Solo… trata de no actuar de esa manera delante de los niños.

Era perfecta.

Una actriz perfecta.

Una víbora perfecta.

Martín apretó la mandíbula.

—Pídeles disculpas —ordenó.

—Yo no hice nada —repetí, intentando mantener la voz firme.

Nicolás pateó la silla.

—¡Siempre dices lo mismo! ¡Siempre mientes!

Martín golpeó la mesa.

—¡PÍDELES DISCULPAS!

Mi corazón latió fuerte.

Ese tono.

Esa agresividad.

Esa furia contenida.

Mi hermana vivía con eso.

Con ellos.

Con este infierno.

Me tragué las palabras.

—No voy a pedir disculpas por algo que no hice —dije finalmente.

Silencio.

Pesado.

Incómodo.

Ese segundo de valentía lo detonó.

Martín cruzó la distancia como un huracán. Me agarró del cabello con una fuerza brutal. El tirón me dobló hacia adelante.

El dolor…el dolor me atravesó como una lanza.

Las costillas.

La espalda.

Los pulmones aún dañados.

Grité.—¡Suéltame! —jadeé, intentando incorporarme.

Pero él apretó más.

Me obligó a bajar.

Hasta que mis rodillas chocaron contra el piso.

Un golpe seco. Un dolor eléctrico.

—¡Discúlpate con tus hijos! —rugió—. ¿¡No los ves!? ¡Son tus hijos, maldita sea!

Sacudió mi cabeza como si fuera una muñeca rota. El cuerpo de Melanie no lo resistía.

Me ardía todo. Sentía que me iban a reventar los huesos.

—Me estás lastimando… —logré decir, respirando con dificultad—. Me duele…

—¡Y todo por tus celos estúpidos! —gruñó—. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre haciéndote la víctima!

Los niños se acercaron. Añadiendo su veneno.

—¡Discúlpate! —gritó Nicolás, con los ojos llenos de odio.

—Mamá, discúlpate, ¡ya! —dijo Catalina, cruzada de brazos.

Mi garganta ardía.

Quería gritarles.

Quería levantarlos de los cabellos.

Pero el cuerpo…este cuerpo roto…no me respondía.

Mis costillas dolían tanto que sentí que iba a vomitar.

Rebeca fue la última en acercarse.

Por supuesto.

Caminó lento, como quien disfruta un espectáculo.

Se agachó un poco, con ese gesto dulce y venenoso.

—Melanie… —susurró con lástima falsa—.Si no quieres disculparte conmigo, está bien.

Entiendo tus celos.Pero los niños no tienen la culpa…

Se me revolvió el estómago.

La miré desde abajo. Con un odio que me quemaba los ojos.

Ella sonrió. La muy desgraciada sonrió.

Martín apretó más mi cabello.

—¡Di que lo sientes! —gritó.

Quise resistir. Juro que quise.

Pero el dolor… el dolor me quebró.

Y finalmente, con la mandíbula temblando, dije:

—Lo… siento…

Los niños se miraron entre ellos, triunfantes.

Martín me soltó el cabello como si le diera asco.

Mi cabeza cayó hacia adelante.

Mis manos se apoyaron en el piso para no desplomarme.

Rebeca dio un paso atrás con teatralidad.

— No te preocupes, Melanie. Yo sé que… haces lo que puedes —dijo con voz suave, como si fuera la santa del siglo.

Hipócrita.

Venenosa.

Actriz barata.

Yo respiré hondo. Tratando de levantarme. El cuerpo no respondía.

Y mientras subía lentamente la mirada hacia ellos, pensé:

Mi hermana… vivió esto.

Todos los días.

Atrapada.

Humillada.

Sola.

Una lágrima cayó sin que pudiera evitarlo.

Pero no era tristeza.

Era furia.

Y por primera vez desde que desperté en este cuerpo…

supe que tarde o temprano…alguien iba a pagar por todo esto.

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