Mundo ficciónIniciar sesiónCon dolor me vestí y salí del hospital. Me dieron de alta casi sin mirarme.
Como si molestara. Apenas crucé la puerta, un hombre se acercó. Alto. Serio. Sin expresión. —Señora Robles —dijo con voz plana—. Me enviaron a traerla. La llevaré a casa. Señora Robles. Me recorrió un escalofrío. Ni siquiera me miró a los ojos. Solo abrió la puerta del auto y esperó. El camino fue silencioso.Incómodo. Frío. Miré por la ventana. Pensé en Melanie… en qué demonios había estado viviendo ella. ¿Por qué nadie la trataba como esposa, con respeto? ¿Por qué nadie la cuidaba? ¿Por qué… todos parecían odiarla? Cuando el auto se detuvo, levanté la mirada. Mi respiración se atoró. Un jardín enorme. Perfecto. Rodeado de claveles rojos. Claveles. No rosas. Mi corazón se oprimió. Melanie odiaba los claveles. Recordé tan claramente el día en que Martín la cortejó… Él llegó con un ramo gigante de rosas. Rosas rosas. Ella casi lloró de alegría. Él prometió que sembraría un camino entero de rosas cuando tuvieran su casa. Un jardin solo para ella.Para su felicidad. Y ahora… Solo claveles. Claveles por todas partes. Como si alguien hubiera arrancado todo lo que a ella le gustaba. Como si la hubieran borrado. Mis manos temblaron sobre mis piernas. —Hemos llegado —dijo el chofer sin emoción—. El señor Robles la espera. Ni siquiera abrió la puerta para mí. Se limitó a señalar la entrada. Tragué saliva. Me bajé como pude. Cada paso dolía. Cada respiro me quemaba las costillas recién curadas. Y frente a mí… Esa casa enorme. Perfecta.Fría. La casa que se suponía debía ser el sueño de Melanie. Pero algo dentro de mí gritaba que era su pesadilla. Respiré hondo y crucé la entrada. El eco de mis pasos sonó hueco, frío, ajeno. Cada pared parecía demasiado limpia… demasiado perfecta… Demasiado vacía para ser un hogar. Avancé despacio, con el cuerpo doliéndome en cada movimiento. Y entonces los vi. Martín. Rebeca. Y los niños. Almorzando en el comedor como una familia feliz. Riendo. Conversando. Viviendo una escena que no pertenecía a Melanie. Cuando me vieron entrar, fue como si alguien hubiera apagado la luz. Todo se congeló. Las risas murieron. Las sonrisas desaparecieron. Martín dejó los cubiertos sobre la mesa con un golpe seco. Rebeca bajó la mirada… solo para después alzarla con ese gesto dulce, falso, pegajoso. La mosca muerta perfecta. Los niños me miraron como si fuera un estorbo Me quedé a media puerta. Martín habló primero. —Ya era hora —gruñó, como si yo hubiera llegado tarde a propósito. Nicolás frunció el ceño, molesto. — Mejor se hubiera quedado en el hospital —p dijo como si yo fuera una extraña en SU casa. La pequeña Catalina apretó el brazo de Rebeca. —No quiero verla —susurró, sin quitarme la mirada llena de rechazo. Rebeca acarició su cabeza con falsa ternura. —Tranquilos, cariño… —dijo con ese tonito dulce que sabía que irritaba—. Puede quedarse un momento. Puede quedarse. En su propia casa. En su propio hogar. Mi sangre comenzó a hervir. Pero lo peor vino después. Al girar la cabeza vi los tarros de pintura. Brochas nuevas. Plásticos en el piso. Y en una esquina, muestras de color… todos rojos. Rebeca sonrió como si hubiera ganado un premio. Martín lo dijo sin vergüenza alguna: —Vamos a pintar toda la casa. Rojo. Es el color favorito de Rebeca. Mi respiración se cortó. Miré alrededor. Las paredes eran rosado claro. El color favorito de Melanie. El color con el que ella soñaba. Y ahora…Martín quería borrarlo todo. Reír fue inevitable.Una risa suave, amarga, rota. Martín frunció el ceño al instante. —¿De qué te ríes? —Solo… —lo miré— Nada ..... el rojo es demasiado fuerte para una casa familiar. Rebeca llevó la mano al pecho como si yo le hubiera clavado un puñal. —Yo… yo sé que no me quieres aquí… —fingió lágrimas al instante—. Solo dije lo que Martín me pidió. No quiero molestar… Nicolás golpeó la mesa y me miró —¡Cállate! Rebeca tiene buenos gustos. No como tú. La niña añadió: —Mamá compra ropa fea. De segunda mano. Todos se burlan de mí y aún así quieres decorar la casa?! Mi corazón se apretó. Los propios hijos de Melanie…hablando así de ella.Con ese desprecio aprendido. Martín se levantó, furioso. —Pídele disculpas. —¿Por qué? —pregunté, sin subir la voz—. No le he hecho nada. —¿Te parece poco? —gruñó. Rebeca intervino de inmediato, con ese tono de víctima que ya me estaba enfermando: —Está bien, Martín… no la culpes. Esta casa es suya. Es normal que no quiera que cambie… Él le tomó la mano frente a mí. Frente a los niños. —Esta casa podría ser de ella —dijo señalándome con desprecio— pero tú tienes mejores gustos. Tú sí sabes ser mujer. Ella ni sabe vestirse. Mi corazón palpitó con violencia. Melanie. La dulce Melanie. Amada por todos. Destruida por ellos. Apreté los puños, pero el cuerpo no me respondía. Me di la vuelta lentamente. —Me voy a mi habitación. Necesito descansar. Martín golpeó la mesa. —¿No vas a decir nada más? Me giré apenas, con el cuerpo temblando, pero la voz firme. —Quiero descansar. Subí las escaleras paso a paso. Cada escalón era un recordatorio del infierno en el que había caído Melanie. Y cuando cerré la puerta del cuarto matrimonial, dejé escapar un susurro que se quebró en mis labios: —¿Qué te hicieron, hermanita…? ¿Qué te hicieron?