El sol entraba tímidamente por los ventanales del comedor. Por primera vez en semanas, el silencio de la casa no pesaba. Era solo eso: silencio. Céline preparaba el desayuno con movimientos lentos, todavía en bata, mientras Elian y Yvania dibujaban en la mesa. Era el primer día en mucho tiempo que no se esperaba nada de ella. No correos, no decisiones, no apariciones públicas. Solo ser madre. Solo existir.
—¿Puedo llevar hoy mi dibujo a la escuela? —preguntó Yvania, alzando una hoja con un corazón y letras torcidas.
—Claro que sí, amor —respondió Céline, sirviendo el jugo sin mirar los vasos, como si el cuerpo recordara rutinas que el alma había olvidado.
Elian bajó la vista de su cuaderno y preguntó con suavidad:
—¿Tú también vas a tu terapeuta, mamá?
La cuchara de Céline se detuvo en el aire.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque Solange dice que hablar es como ponerle curita a una herida... al principio duele, pero después uno se siente más liviano.
Yvania asintió con la