El mar amanecía sereno frente a Kalliste, como si el mundo ignorara el naufragio silencioso que sucedía en uno de sus rincones. La brisa salada rozaba la piel como un recordatorio de que la vida seguía, aunque por dentro alguien se estuviera deshaciendo.
Kilian —o lo que quedaba de él— estaba sentado frente a su tablet, una taza de café frío a un lado, los ojos fijos en la pantalla. Había visto la rueda de prensa de Céline. Entera. Dos veces.
No lloró. No gritó. Solo sintió ese tipo de dolor que no hace ruido pero que corroe como óxido lento en el alma.
Había imaginado muchas veces cómo estaría Céline tras su desaparición. Nunca así. Nunca con esa fuerza templada, con esa dignidad herida que se negaba a ceder. La había condenado a cargar una vergüenza que no le correspondía. Y lo peor… la había dejado sin protección frente al monstruo que él mismo había invitado a sus vidas.
La taza tembló en su mano. Sintió un zumbido en los oídos, como si su cuerpo intentara advertirle que