Durante dos días completos, Céline fue una sombra tras las puertas cerradas de su habitación. No comió. No habló. No lloró. Solo permaneció inmóvil, como si su cuerpo entero estuviera en huelga ante la traición, el duelo y el colapso de todo lo que conocía. Desde su regreso de la oficina de Leona Vélez, había estado encerrada entre las sábanas, inmóvil, como si su cuerpo también estuviera tratando de procesar la magnitud del derrumbe.
La mañana de la junta con los accionistas, Clarisse entró a la habitación sin tocar. Por primera vez en días, su expresión no era fría ni impasible. Era preocupación real.
—Hoy es el día, Céline —dijo, deteniéndose al pie de la cama—. Y no me has dicho cómo piensas hacerlo.
Céline no respondió de inmediato. Solo la miró, los ojos enrojecidos por el insomnio y las lágrimas secas. Luego, se incorporó lentamente, con un movimiento doloroso.
—Convoca a los medios —dijo con voz rasposa—. Necesito hacer un anuncio.
Clarisse entrecerró los ojos. Su ceño se