Después de todo el evento —las cámaras, las flores, las condolencias—, Céline volvió a la mansión Valtieri con la espalda recta y el rostro sereno. Aguantó hasta el último segundo. Pero cuando se cerró la puerta tras ella y no quedó nadie más en la sala, permitió que el aire la abandonara. Como si hasta entonces hubiese estado conteniendo la respiración.
No gritó. No rompió nada. Solo se dejó caer sobre el sofá, aún con el vestido negro impecable que Clarisse había aprobado esa mañana. Se quitó el anillo. Lo colocó en la bandeja de terciopelo junto a un par de aretes y lo miró unos segundos. No era una declaración de cierre. Era una pausa. Una tregua con el dolor.
—¿Ahora sí puedo llorarte? —susurró, con la voz hecha ceniza.
Y lo hizo. En silencio. Con dignidad. Pero con todo el dolor que había contenido por días.
Ya no había cámaras. Ni flores. Ni discursos. Solo ella.
Y un corazón en ruinas que, al fin, podía derrumbarse sin público.
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Pasaron algunos días. La casa se volvió