Sebastián estaba en el sofá cuando escuchó el chirrido discreto de la puerta. No se movió. Tenía la botella medio vacía en la mesa baja, un vaso de cristal en la mano, y los ojos clavados en un punto invisible de la pared. No estaba borracho. Pero sí lo bastante mareado como para no pensar en medir sus palabras.
Alina ya estaba allí. Había llegado en silencio, descalza, como acostumbraba al volver de viajes largos. Kilian no la oyó entrar. No supo cuánto tiempo llevaba observándolo desde el umbral.
Fue su voz la que lo sacó del trance:
—Volví antes de lo previsto —dijo con esa calma estudiada de siempre—. El instituto… cerró con elegancia. Todo en orden.
Iba impecable: vestido beige de lino, gafas de sol aún puestas, como si regresara de una pasarela y no de un funeral.
Sebastián no respondió.
Entonces lo vio. La tablet sobre el sofá. El teléfono en la mesa. Ambos encendidos.
—¿Qué es esto? —preguntó Alina, sin alzar la voz, pero con el filo que usaba cuando algo la in