Clarisse se acercó con una taza de café caliente entre las manos. Sus labios estaban apretados en una línea delgada y los ojos mostraban un destello inusual de preocupación, como si cada paso que daba fuera un equilibrio entre el deber y el temor de quebrar a su hija. Era temprano, y Céline aún no se había quitado la bata. Seguía sentada en el balcón interior de la mansión, con la vista fija en el jardín sin realmente mirar.
—Tienes que volver a la empresa —dijo Clarisse con suavidad, aunque su tono no dejaba lugar a negociaciones.
Céline parpadeó lentamente, como si le costara salir de una bruma interna.
—¿Volver?
—Hay problemas serios. He sostenido lo que he podido. Pero si no regresas ya, podemos perderlo todo.
Céline bajó la vista a sus manos, aún delgadas, con la piel más seca de lo normal. No respondió. Clarisse continuó:
—No es solo la imagen. Es la estructura completa. Cuentas congeladas, inversionistas dudando. Las filtraciones son cuestión de tiempo.
—¿Qué fue lo que