Quería darme la vuelta y salir corriendo de ese lugar que me rompía por dentro.
Pero había algo dentro de mí que no me dejaba.
Por este amor lo había entregado todo. Esperé a Diego durante años... merecía al menos una explicación.
Nunca pensé que tendría que esperar cuatro horas y que cada minuto me pesara como una eternidad.
La lluvia helada me había empapado la ropa, pegándola a mi piel, y el frío me calaba hasta los huesos.
Cuando al fin Diego salió del salón de reuniones, yo ya estaba pálida, con los labios sin color.
Quise acercarme, pero los lobos que lo escoltaban me bloquearon el paso.
—¿Quién eres tú? —me preguntó uno, recorriéndome de arriba abajo.
Busqué la mirada de Diego, pero él seguía hablando en voz baja con Paula, tan absorto que ni notó mi presencia.
Temblando, con apenas voz, alcancé a decir:
—Soy la compañera de Diego, Luna Fiona.
Sus expresiones cambiaron de golpe: sorpresa, desconcierto...
—¿La compañera del Alfa? Jamás lo oímos nombrarla.
—Yo pensaba que él y Paula eran pareja...
—Sí, siempre parecieron los favoritos, la pareja perfecta...
Entonces Diego levantó la vista y los cortó en seco:
—Paula y yo nunca estuvimos juntos. Ella solo es mi amiga.
Luego se giró hacia ellos y me presentó:
—Ella es Fiona Tónez, mi Luna, mi compañera destinada. Hace cinco años que estamos juntos.
El silencio cayó de golpe. Y en sus ojos vi de todo: sorpresa, juicio, compasión por Paula... pero, sobre todo, rechazo hacia mí.
Me sentí fuera de lugar, una intrusa.
En ese entonces alguien dijo:
—Vayamos a comer, llevamos horas aquí, todos tenemos hambre.
Yo apenas podía sostenerme en pie, con las piernas entumidas. Vi a Diego y a Paula pasar a mi lado sin siquiera mirarme, ignorándome por completo.
Al abrir la camioneta, el único asiento libre estaba adelante. Diego y Paula se acomodaron juntos atrás. Apenas se sentaron, empezaron a hablar de recuerdos de su infancia, riéndose en voz baja.
Yo los observé un instante y luego me senté en silencio en el asiento delantero.
Durante el trayecto, los demás conversaban en el antiguo lenguaje de la manada, cómplices entre sí.
—Pensé que el Alfa ya había marcado a Paula, sobre todo después de esa promesa en la universidad: Voy a proteger a la manada y también a ti, pase lo que pase.
—Sí, recuerdo cuando Paula fue atacada por lobos errantes. Diego, con lo frío que era, no dudó en arriesgar la vida por ella.
Paula se apresuró a interrumpir, con tono juguetón pero un dejo de orgullo en la voz:
—Ay, basta ya. Eso quedó en el pasado. Ahora Fiona es la Luna... aunque decirlo así podría hacerla pensar mal.
Sus palabras me helaron la sangre.
Nunca me prometió nada a mí... y a ella le juró protección eterna.
Desde que conocí a Diego siempre fue distante, frío. No podía imaginarlo jurándole protección a otra mujer, ni arriesgando la vida por ella.
Perdida en esos pensamientos, ni noté que ya habíamos llegado al restaurante.
Cuando la camioneta se detuvo, me levanté para bajar, pero Diego se interpuso.
Me miró la ropa empapada y los labios morados, y su gesto se endureció.
Paula lo llamó desde atrás, pero él no le hizo caso.
—¿Por qué no dijiste que estabas empapada? Quédate aquí, voy a traerte algo seco para ponerte. Ustedes entren primero —les ordenó sin mirarlos.
Al oírlo, Paula me lanzó una mirada venenosa y dijo, con una sonrisa helada:
—Tengo ropa de sobra, puedes ir a mi cuarto a buscar algo.
Me quedé sola en el auto, esperando una eternidad, hasta que Diego volvió con un vestido de seda impecable.
Me lo puse, pero se sentía ajeno. Cada puntada me recordaba que lo nuestro, tal vez, había sido un error desde el principio.
Al bajar del auto ya no encontré a nadie. Diego se había ido.
Así era lo nuestro: yo podía esperarlo mil veces, pero él, con esa arrogancia de Alfa, nunca lo haría por mí, ni una sola.
De pronto, sonó mi celular: un mensaje de Diego.
"Hoy es el cumpleaños de Paula. Ya entré, el salón está a la izquierda."
Cinco años de matrimonio, y era la primera vez que me escribía tanto en un mensaje.
Entré sola al salón.
A través de la rendija de la puerta, el mundo se me vino abajo.
Diego le entregaba a Paula un ramo de lirios y una caja de madera tallada.
Ella, con los ojos brillando de emoción, se tapó la boca y exclamó con voz entrecortada:
—¡Dios mío, Diego, te acordaste de que son mis flores favoritas!
Abrió la caja: un collar deslumbrante.
Los halagos estallaron a su alrededor:
—Alfa, ¿cómo consiguió lirios tan frescos en esta época?
—No lo sabías, ¿verdad? Si a Paula le gusta algo, el Alfa es capaz de traerle hasta las estrellas.
—Entonces no entiendo por qué terminó casándose con esa Omega.
—Sí, el padre de Paula, el que la vendió a la manada rival, ya fue desterrado como lobo errante. Ahora no hay nada que impida que estén juntos.
Antes de que siguieran, Diego los cortó con voz firme:
—Eso ya es pasado. No lo mencionen más.
Y en ese momento todo encajó en mi cabeza.
Diego y Paula habían sido compañeros de escuela, amigos de toda la vida. Nunca fueron pareja, pero todos los veían como el futuro Alfa y su Luna.
Hasta que, por un malentendido, ella fue obligada a casarse con un hombre-lobo enemigo, y Diego la rescató en la guerra del año pasado.
¿Y yo?
Yo no era más que una ladrona, aprovechándome del lazo de compañera destinada para usurpar un lugar que nunca me perteneció.