De camino a casa, mi auto se descompuso a mitad del trayecto.
Justo cuando sacaba el celular para llamar a la asistencia, un jeep negro y enorme se detuvo frente a mí.
De él bajó un hombre alto, atractivo, con una presencia que imponía.
Tenía los ojos de un marrón claro, como los de un halcón: afilados, pero serenos.
Con voz serena me preguntó:
—¿Necesitas ayuda?
Di un paso atrás, con cautela.
—Ya pedí asistencia.
Él asintió sin decir nada, se acercó al auto y levantó el capó.
Le echó una mirada rápida al motor y, sin mostrar preocupación, comentó:
—Está recalentado, nada grave. Si no te molesta, puedo arreglarlo.
Me acerqué despacio, manteniendo la distancia.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
No dijo nada más. Sacó de su vehículo una botella de refrigerante y unas herramientas, y en cuestión de minutos resolvió el problema.
Se sacudió las manos, cerró el capó y comentó:
—Listo, ya puedes irte.
Luego se dio media vuelta y empezó a alejarse.
Lo llamé rápido y, mostrando el celular, le dije:
—Gr