Celeste.
El salón principal de la cabaña estaba irreconocible. Las paredes de madera estaban adornadas con guirnaldas de flores blancas y luces cálidas que colgaban como estrellas atrapadas. Las mesas estaban cubiertas con manteles blancos, platos de porcelana, copas brillantes y centros de mesa hechos con ramas de lavanda y eucalipto. Todo olía a dulces, a vino especiado y a felicidad.
Kael y yo estábamos sentados en la mesa principal, justo al frente del salón, con vista perfecta a todos los invitados. Él tenía una copa de vino en la mano, y yo una de jugo de frutas, por razones obvias.
Desde ahí, observábamos cómo la manada reía, comía, brindaba, y celebraba como si el mundo no tuviera más preocupaciones.
—Mira a Damián —dije, señalando con la cabeza—. Está intentando hacer malabares con tres copas. ¿Eso es parte del espectáculo? ¿Desde cuándo aprendió a hacerlo?
—Si rompe una, lo saco a escobazos —respondió Kael, sin apartar la vista, aunque con una sonrisa divertida—. Si te fi