Celeste.
La luna de miel… ese evento al que acudían todos los recién casados.
El viaje fue largo, pero no incómodo. Kael se aseguró de que todo estuviera preparado: desde la carreta acolchada con mantas suaves hasta los bocadillos que me había preparado él mismo (aunque juró que los había hecho el chef de la casa, yo sé que fue él… el sabor a quemado lo delataba).
No me dijo a dónde íbamos. Solo me pidió que confiara en él. Y lo hice. Con los ojos cerrados, el corazón abierto y los mellizos pateando con entusiasmo cada vez que el camino se volvía más empinado.
Cuando por fin llegamos, el sol estaba comenzando a ocultarse detrás de las montañas. El cielo se teñía de tonos dorados y rosados, y el aire tenía ese aroma fresco que solo existe en los lugares donde la naturaleza aún canta sin interrupciones.
—¿Dónde estamos? —pregunté, bajando con cuidado de la carreta mientras Kael me ofrecía la mano—. Esto es nuevo. Creí que iríamos a un hotel o algo así.
—Un hotel sería muy cliché. Est