Celeste.
La mañana estaba especialmente clara. El sol se filtraba a través de las hojas de los árboles con una calidez suave, como si el bosque se hubiera tomado un respiro para regalarnos un poco de paz.
Marcela y yo estábamos sentadas en uno de los bancos de la plaza central. Era un rincón tranquilo del pueblo, con pequeños senderos de piedra, faroles en cada esquina, flores silvestres creciendo entre las grietas… y niños jugando en la distancia. Uno de ellos sostenía una cometa rota con la misma determinación con la que yo, alguna vez, intenté sostener mi mundo hecho pedazos.
—Mm —dije, comiendo un pedazo de pan—. Están deliciosos.
Marcela había traído jugo de frutas y panecillos envueltos en servilletas bordadas. No tenía idea de dónde Oliver sacaba tanto tiempo para prepararle esas cosas, pero conociéndolo, seguro lo hacía a las cinco de la mañana antes de ir a trabajar.
—No pienses que lo hizo Oliver, esta vez, lo hice yo —Infló el pecho con orgullo.
Parpadeé.
—¿Tú? Imposib