Sombras que regresan

Santiago Duarte cerró el informe con una ira apenas contenida. Desde su despacho, todo parecía seguir en orden: las luces tenues, el aroma persistente de su costosa fragancia, los muebles impecables que hablaban de años de poder consolidado. Pero la tranquilidad era solo una ilusión. El tablero había cambiado.

Eva Montenegro no solo resistía. Estaba avanzando. Y lo hacía con una seguridad que no venía de su apellido —porque no lo reclamaba aún— sino de algo más temible: la legitimidad.

Santiago se inclinó hacia su asistente personal, un hombre silencioso, pulcro, de confianza ciega.

—Quiero saber quién autorizó la auditoría externa. Todos los nombres. Cada uno de los que firmó ese documento.

—Fue el presidente emérito —respondió el asistente, con cuidado—. Julián.

Santiago entrecerró los ojos, como si eso lo golpeara más que cualquier otro nombre.

—¿Mi propio abuelo?

—Sí, señor.

Un silencio de plomo se instaló en la sala. Santiago se levantó y caminó lentamente hacia la ventana. Obser
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