Eva despertó con el sonido de una notificación. Apenas eran las seis, pero el teléfono vibraba como si tuviera prisa. Abrió un ojo, luego el otro; reconoció el hombro de Alejandro pegado a su costado, cálido, respiración lenta. Recordó la reunión del día anterior, los rostros cansados de la gente degradada, el mensaje anónimo que advertía: No confíes en nadie que siga cobrando de los Duarte. Y recordó la ausencia de Teresa, que seguía sin dar señales.
El teléfono insistió. Mensaje de Elías:
“Todo listo. Hoy presentamos la reclamación sucesoria a las 10:00. Necesito tu firma presencial en el juzgado. Adjunto ruta segura y horarios. Lleva documento de identidad.”
Respondió con un pulgar arriba. Apagó la pantalla y se giró hacia Alejandro. Él cloqueó algo parecido a un ronquido y abrió un ojo.
—¿Otra vez temprano?
—Hoy se mueve la herencia —susurró ella—. Firma, juzgado, prensa.
—Traeré café. —Se incorporó, despeinándose aún más. La manta cayó y dejó a la vista piel, músculo y un par de