La dirección que figuraba en la carta la condujo a un barrio residencial antiguo, con casas de techos bajos y jardines algo descuidados, cubiertos de hojas secas que el otoño no se había llevado del todo. Eva estacionó frente a un portón de hierro forjado, oxidado en las esquinas, y apagó el motor. Por un instante, se quedó dentro del auto, observando la casa. Respiró hondo.
Tocó el timbre solo una vez. El chirrido de la puerta interior no tardó en sonar. Unos pasos arrastrados se acercaron, y cuando la puerta se abrió, encontró a un hombre de cabello blanco como la sal, encorvado, con ojos sorprendentemente vivos.
—Tú debes ser Eva —dijo él, con una voz rasposa pero amable.
—Y usted… Alfredo Hidalgo.
El hombre sonrió con un leve temblor en los labios, y le hizo una seña para que entrara.
La casa tenía olor a madera vieja, a libros cerrados hace tiempo, a café recalentado y a fotografías antiguas. Eva no tardó en notar los retratos colgados en el pasillo: hombres de traje, niños en bl