3. ¿Qué demonios le hiciste?
Los días anteriores había llovido como si el cielo se estuviera desgarrando, un diluvio incesante que parecía un presagio de la desgracia a punto de desatarse en sus vidas. A pesar de todo, la ceremonia se había planeado para el jardín, manteniendo hasta el último momento la esperanza de no tener que trasladarla al salón.
Aquella mañana, el cielo amaneció despejado; un sol casi cegador iluminaba cada rincón. Pero la luz se apagó en el instante en que Sabrina apareció, y con ella, las nubes se arremolinaron como si se alinearan con la tensión que flotaba sobre la mansión.
Justo cuando Julian empotró a Byron contra la pared de piedra, un fuerte trueno rasgó el cielo con un potente rugido que pareció ratificar el estallido de violencia. Un instante después, las primeras gotas de lluvia, grandes y pesadas, comenzaron a caer sobre ellos con la misma rabia con la que Julian sujetaba a Byron.
— ¡Tú! — escupió Julian, apretando el agarre hasta que las venas del cuello de Byron se tensaron — ¿Qué demonios le hiciste?
Byron se llevó las manos al cuello, intentando liberarse y recuperar el aliento. La presión no era solo física; podía ver la furia en los ojos de su cuñado, el odio por haber lastimado a su hermana. Y, en el fondo, deseaba que lo golpeara.
— ¡Suéltame, Julian! — logró jadear Byron entre dientes con la garganta adolorida y la cara desencajada por la asfixia.
— No — gruñó Julian, con el rostro completamente tenso — No hasta que me digas qué le hiciste para que huyera así.
Ni él mismo lo sabía. Ni Sabrina, ni Renata, ni nadie le había dado una explicación; pero la urgencia de encontrarla lo empujaba a actuar.
— Podemos seguir peleando… — dijo Byron, empapado, con la lluvia calando hasta los huesos — …o podemos buscarla.
— Vamos. Vamos a buscarla.
Julián lo soltó de golpe. Byron respiró con dificultad, frotándose el cuello y caminó a pasos largos hasta su coche. El motor rugió mientras ambos se lanzaban a la carretera en busca del taxi que había llevado a Emily.
La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, convirtiendo las luces y señales en manchas borrosas.
El taxi estaba a unas cuantas calles de distancia, pero la tormenta los obligaba a conducir con cuidado. A lo lejos, el río que atravesaba la ciudad rugía. La lluvia había hinchado su caudal, y la corriente crecía peligrosamente.
Cuando finalmente alcanzaron a ver la luz trasera del taxi, Byron giró en la curva de la carretera que bordeaba el río y, de repente, un estruendo ensordecedor los sobresaltó.
El río se había desbordado.
Una masa marrón y furiosa arrastró el taxi frente a ellos. Antes de que pudieran reaccionar, el agua golpeó lateralmente el coche de Byron, girándolo y volcándolo casi de inmediato. Todo era caos: barro, metal torcido, troncos flotando y el rugido de la tormenta ahogando cualquier pensamiento.
— ¡No! — gritó Julián, luchando por mantener el control del coche mientras la corriente lo empujaba — ¡Emily!
El impacto del agua había girado el coche y ahora estaban boca abajo, pero él solo pensaba en salvarla.
Byron abrió la puerta y se lanzó al agua. La corriente lo golpeó con una fuerza brutal, arrancándole el aliento, empujándolo como si fuera un muñeco de trapo. Intentó nadar hacia el taxi, pero el barro espeso y negro lo arrastraba sin piedad. Solo pudo aferrarse a un pedazo de puerta flotante, que le dio un instante de alivio.
Fue entonces cuando vio un destello pálido entre la oscuridad del agua. Su corazón se detuvo. Era el vestido de Emily, flotando a la deriva. Con un esfuerzo desesperado, estiró la mano y los dedos se cerraron sobre la tela empapada.
— ¡Emily! — gritó intentando confirmar que se trataba de ella, intentando recibir alguna respuesta que nunca llegó.
Byron había perdido toda fuerza en los brazos, en las piernas, en el alma. Soltó el fragmento de puerta al que se aferraba y el río lo devoró de inmediato. La corriente lo arrastró sin piedad, hundiéndolo una y otra vez bajo las aguas negras. Tragó barro, su garganta ardía, sus pulmones clamaban por aire que nunca llegaba. Intentó nadar, pero sus movimientos se volvieron torpes, cada vez más lentos, hasta que la oscuridad le ganó la batalla.
Su último recuerdo fue el roce frío del vestido entre sus dedos… y después, nada.
El río se cerró sobre él como un sepulcro líquido.