Natalia regresó de visitar a Rosa. De vuelta en el pent-house, el sol del atardecer se inclinaba sobre la sala de estar, tiñendo los ventanales de un dorado cálido. Soltó el bolso sobre la consola con un suspiro y, apenas dejó los tacones a un lado, se lanzó al teléfono. Sus dedos volaban sobre la pantalla mientras enviaba mensajes a Mery para organizar una salida al día siguiente. Llevaban varios días sin salir y sentía que necesitaba reír, distraerse, ahogar en vino y confidencias la nostalgia que le estaba carcomiendo.
Relajada en el sofá, hundió la espalda contra los cojines y se permitió una sonrisa de satisfacción. Pensó en Alessandro, en su voz grave al oído, en el calor de sus manos. Ya faltaba poco para que regresara a su lado, y lo extrañaba con una ansiedad que casi dolía.
El sonido de la puerta principal rompiendo el silencio la sacó de golpe de su ensueño. Frunció el ceño. Qué raro. Nadie tenía permitido usar esa puerta salvo su esposo. Y él jamás llegaba tan temprano. El