—¡No soy una niña para que me trates así! —saltó Natalia de la cama, alzó la barbilla y se plantó frente a Alessandro, desafiante. Sus manos temblaban apenas, pero su voz salió firme.
Las mujeres del servicio, incluida Ofelia, se retiraron discretamente cerrando la puerta; todas intuyeron que entre ellos quedaba mucho por decir. El silencio de la habitación quedó cargado como una cuerda tensa.
—Llevas a mi hijo en el vientre, principessa —dijo él, pasos medidos, la mirada clavada en ella—. No me pidas que no me preocupe por ti y por el bebé.
Natalia cruzó los brazos sobre el pecho como si construyera una muralla. Sus ojos brillaron por un instante con una furia contenida.
—¿Cuánto tiempo piensas tenerme aquí encerrada? —escupió.
—Hasta que esas ideas raras que rondan tu cabeza desaparezcan —respondió él, secamente.
—No voy a cambiar de parecer —replicó ella, con la voz cortada por la rabia.
Él esbozó una sonrisa ladeada, fría, y le guiñó un ojo con una seguridad que la irritó aún más.