PIERO
Al cerrar la puerta de la alcoba, me recosté sobre la madera blanca cerrando los ojos y maldiciendo al mundo entero por lo que estaba pasando.
Respiré hondo y con el dorso de mi mano derecha, sequé mi rostro. Si ella deseaba marcharse sin darnos una oportunidad para ser felices, no la detendría de ningún modo porque era irrebatible que prefería darle lugar a su orgullo que a la posibilidad de una explicación. Sin embargo, la entendía… comprendía todo lo que seguramente estaba sintiendo porque ser engañado, aunque no fuera adrede y con el único fin de ser feliz, terminaba siendo un engaño sea cual fueran las circunstancias.
Caminé con el alma hecha pedazos hasta el salón y tomé el teléfono, marcando el número de Leo.
—Necesito que me hagas un favor, Leo… y no puedes decirme que no —hablé con la voz quebrada una vez que tomó la llamada.
—¿Qué ocurre, Piero? —indagó preocupado y el enorme nudo que se había formado en mi garganta, me impidió hablar por un instante—. ¿Está todo bien?