El silencio en la consulta pesaba más que cualquier palabra. Sentada frente al escritorio del ginecólogo, sentía que mi corazón latía en la garganta.
—Estás embarazada, Valeria. Cuatro semanas. —Su voz era serena, profesional, pero el mundo se me desmoronó igual.
Cuatro semanas. Cuatro.
No podía respirar. No podía pensar. Solo apreté el bolso con las manos hasta que me dolieron los dedos. El doctor siguió hablando, explicándome cosas sobre el control prenatal, los exámenes que debía hacerme, pero yo solo escuchaba el eco de esa frase rebotando en mi cabeza.
“Estás embarazada.”
Salí de la clínica con las piernas entumecidas. Hermes ni siquiera preguntó. Asintó cuando le dije que podía llevarme de regreso y condujo en silencio. Yo miraba por la ventana, sin ver nada. Me llevé una mano al vientre, instintivamente. Allí había algo. Alguien.
Pietro.
¿Cómo se lo iba a decir? ¿Cómo se lo iba a explicar sin que pensara lo peor? Sin que me mirara como si todo hubiera sido un plan desde el prin