Estaba sentada en la sala de espera de la clínica, mirando la pared blanca frente a mí. Las manos temblorosas las tenía entrelazadas, pero no podía dejar de frotarlas una y otra vez. A pesar de que el aire acondicionado estaba a toda marcha, sentía un calor insoportable. Mis pensamientos no me dejaban en paz, y cada segundo parecía un eterno recordatorio de lo que estaba en juego. Un miedo tan grande se apoderaba de mí que sentí como si me fuera a ahogar en él. Estaba completamente sola en todo esto.
Había pasado una semana desde aquella noche con Pietro. Una semana desde que nos entregamos el uno al otro, desde que nuestras pieles se unieron con una urgencia casi desesperada, como si fuera nuestra última oportunidad. Como si supiéramos que estábamos al borde de algo grande, pero ninguno de los dos estaba preparado para enfrentarlo. Y ahora, aquí estaba, en una clínica que nunca había imaginado que visitaría en un contexto como este.
El embarazo. La palabra flotaba en mi mente, persist