El aire fresco de la noche me envolvía mientras sostenía la copa en mi mano, con los dedos apenas aferrándose al cristal fino. Desde el balcón del segundo piso, la ciudad se desplegaba ante mí, un mar de luces titilantes que se extendía hasta el horizonte. A lo lejos, las olas rompían contra la costa con una cadencia hipnótica, pero el sonido no lograba calmar el torbellino en mi cabeza.
No debí estar ahí.
Amika había sido maleducada, sí. Su desprecio había sido evidente, sus palabras filosas, casi venenosas. Pero lo peor no había sido su actitud, sino la verdad que escondían sus palabras. Porque, aunque me doliera admitirlo, ella tenía razón.
No pertenecía al mundo de Pietro Vanderweed.
Nunca lo haría.
Tomé otro sorbo de champagne sin darme cuenta, sintiendo la efervescencia recorrer mi garganta y disiparse en mi estómago vacío. No debería estar bebiendo, pero la sensación de vulnerabilidad me hacía aferrarme al cristal como si fuera lo único sólido en mi vida.
Pietro y yo éramos dem