La noche cayó sobre Dubai con un brillo dorado que parecía envolverlo todo. Desde el balcón privado de la suite, la ciudad se extendía como una alfombra de luces, vibrante y silenciosa.
La mesa ya estaba servida cuando salimos: dos copas, velas altas, y una cena cuidada hasta en el más mínimo detalle. Los camareros se retiraron en silencio, y quedamos solos, con el murmullo lejano del tráfico como fondo.
Mateo me acercó a la silla y se sentó frente a mí.
—¿Te imaginaste alguna vez en un lugar así? —me preguntó, sirviendo el vino.
—La verdad, no —respondí, mirando a mi alrededor—. Es demasiado. Siento que estoy dentro de una película.
—Entonces disfrútala —dijo sonriendo—. Porque eres la protagonista.
Reí suavemente y bajé la mirada, algo avergonzada pero feliz. La cena fue tranquila. Hablamos de cosas simples: comida, películas, recuerdos tontos de la infancia. Nada denso. Nada incómodo. Solo eso: compartir.
Cuando terminamos, me levanté descalza y caminé hasta el borde del balcón. La