La música suave se colaba entre los árboles del jardín como un susurro. Todo estaba dispuesto con delicadeza: luces cálidas colgaban de los troncos, mesas redondas cubiertas de lino blanco, copas alineadas, y un aroma sutil a jazmín flotando en el aire. La casa Montessori tenía ese aire elegante que no necesitaba esforzarse por impresionar.
Desde el interior, Rocío miraba hacia el jardín con una calma tensa. Respiraba despacio, los dedos entrelazados sobre su regazo. Había sido una tarde larga: el vestido, el peinado, las indicaciones sobre cómo caminar con el bastón sin que pareciera insegura. Todo estaba en orden, menos su estómago, que parecía anudado.
Mateo apareció en el umbral de la puerta con el saco colgado sobre un hombro y la corbata ya ajustada. Se detuvo al verla sentada, en silencio, mirando hacia afuera.
—¿Estás bien? —preguntó con voz baja.
—Más o menos —respondió ella—. Me siento como si estuviera por rendir un examen que no estudié.
Mateo se acercó y le tendió la mano