El Rey Demetry apretó la mandíbula, sintiendo el nudo de la desesperación en su garganta. Conocía a Golnet mejor que a nadie, y la sola idea de encontrar una solución pacífica era tan absurda como intentar detener la marea con las manos o las garras. Golnet no deseaba un acuerdo, deseaba el poder.
La profecía de la Diosa Luna, que unía a sus tribus a través del matrimonio de sus hijos, era el único obstáculo real en su camino. Y a sabiendas de que Golnet no dudaría en hacer cualquier cosa por detenerla, Demetry sabía que el conflicto se cernía sobre ellos como una tormenta.
Afuera, la melancolía de la tarde-noche envolvía el jardín. Lyam, con las manos entrelazadas a su espalda, se detuvo ante un rosal y tocó una de sus espinas, pensando en la forma en que el mundo de los adultos parecía marchitar la belleza de todo lo que tocaba. Cerca de él, en un banco de piedra escondido entre los arbustos, Ian estaba absorto en su dolor. Sus ojos, antes llenos de la luz de la infancia, ahora refl