Los primeros días en el campamento de la Luna Plateada fueron una neblina de dolor, confusión y una extraña y creciente maravilla para Sarah. El Rey por un momento pensó asignarles una cabaña pequeña, cálida y con olor a pino y a tierra, pero prefirieron dejarlos en el caserón y acunarlos como una verdadera familia y parte de ella. La manada, a pesar de su naturaleza imponente y salvaje, se esforzaba por mostrarles amabilidad y un cariño de familia, aun siendo niños apenas adoptados por ellos. Las mujeres lobo, con ojos que a veces brillaban con un tenue dorado, les llevaban tazas de caldo humeante y trozos de carne seca, los cuidaron desde el primer momento, así como Doris, el ama de llaves.
Pero la bondad de la manada solo servía para acentuar la división entre los dos hermanos.
Ian, de doce años, había construido un muro infranqueable alrededor de su pena. Cada acto de bondad de los "monstruos de las películas aun en la realidad" solo avivaba su resentimiento. Para él, la presencia