Gianna contempló el ramo de flores que había elegido para su boda; era una obra de arte. Compuesto por rosas rojas y blancas, estaba sujeto con un moño dorado que le otorgaba un aire elegante y clásico. Sin embargo, no era un ramo común. En el centro, discretamente oculto, había un compartimento diseñado para sostener una navaja de plata.
Nada en su boda era convencional, y eso incluía a la propia novia.
El pensamiento la sumió en un remolino de emociones hasta que la florista rompió el silencio, atrayendo de nuevo su atención. Era una de las empleadas de Beth, quien sostenía el ramo frente a ella para confirmar si cumplía con sus expectativas.
—Es perfecto —dijo Gianna con un leve asentimiento, agradecida por el resultado impecable—. ¿Beth todavía está en una reunión?
—No estoy segura, pero puedo confirmarlo en un momento.
La mujer se alejó rumbo a la oficina de su jefa, dejando a Gianna sola en la florería. Era un pequeño santuario de belleza en medio de una ciudad caótica, y el neg