Días después.
Cuando Máximo estaba por ser dado de alta, Dylan estaba esperando en el hospital, apoyado contra una pared con una expresión indescifrable. Al verlo, Máximo intentó sonreír, sus ojos reflejando una mezcla de esperanza y súplica.
—¡Hijo! Viniste a verme… —dijo con la voz entrecortada, queriendo acortar la distancia entre ambos.
Dylan negó, lentamente, su semblante endurecido como una roca.
—No vine por ti, Máximo —respondió con frialdad—. Vine porque me das lástima.
El impacto de esas palabras fue visible en el rostro de Máximo, que palideció.
—He depositado en tu cuenta veinte millones de euros —continuó Dylan, su tono seco y distante—. También contraté a una enfermera que se encargará de cuidarte. Esto es todo lo que haré por ti.
Máximo retrocedió un paso, como si hubiera recibido un golpe físico.
—¿Y… mi nieta? —preguntó con voz temblorosa, buscando desesperadamente una conexión, un resquicio de bondad.
Dylan exhaló lentamente antes de responder:
—Mora se quedará a mi l