Bernardo salió tras Máximo, apresurando el paso, mientras el anciano avanzaba lentamente con su bastón y escoltado por el guardia.
La mirada de Bernardo era de furia contenida, pero también de desesperación.
—¡Espera, Máximo! —gritó con un tono áspero que hizo eco en el pasillo vacío.
Máximo se detuvo, girando la cabeza, apenas lo necesario para ver de reojo al hombre que ahora era la sombra del niño que alguna vez fue.
—Si quieres que deje en paz a los Aragón, dame dinero. Mucho dinero, y me iré lejos para siempre.
La sonrisa de Bernardo era una mezcla de desafío y triunfo.
Máximo lo observó en silencio, con sus ojos cargados de desprecio.
No sentía más que repulsión por él; su oportunismo le recordaba a Eduardo, su hijo caído en desgracia. Ese hombre pudo ser su nieto, pero ahora era solo un desgraciado.
Apretó el mango de su bastón con fuerza, intentando contener la rabia que bullía en su interior.
—¿Cuánto dinero quieres? —preguntó, finalmente, en un tono frío y calculador.
Bernard