Después de sentir mi rostro arder y escapar de aquella tienda, Alexander me llevó a un río. Uno verdaderamente precioso, rodeado de las bellas calles de París. No había arboles, ni naturaleza. Solo la arquitectura de la ciudad, los perfectos edificios.
Dijo que era el Río Sena.
Subirme al bote fue una tarea difícil. Jamás había estado en uno. Juraba que si ponía un pie, me terminaría tambaleando hasta caerme en el agua. ¡Y yo no sabía nadar!
La ironía de la vida, he vivido en una ciudad costera toda mi vida, pero jamás me había subido a un bote. Por falta de libertad, pero también porque no me gustaba asolearme. Mi piel no se llevaba muy bien con el sol y esa era la forma educada de decirlo.
Pero aquí, en París, el sol parece brillar como si estuviera hecho de hielo. Además, me había puesto protector solar y estábamos muy cerca del atardecer.
—Kiara, un pie y después el otro —dijo Alexander, mirándome desde el interior del bote.
—Ya lo sé —respondí, atreviéndome a poner un