La vista estaba borrosa por las lágrimas y mi cuerpo temblaba violentamente por la situación, pero mis oídos funcionaban perfectamente. Pero en ese momento, cuando abrió la boca para revelar su asquerosa acción, pensé que me había quedado sorda.
—¿Tú me envenenaste? —pregunté con la voz quebrada.
Él me miró con los ojos agrandados, como si cayera en cuenta de lo que dijo. Y ni aún así, sus manos abandonaban mi cuerpo.
—No te quería envenenar a ti, era a él. Le dije a la mesera que le diera la copa con veneno a él, pero tú actuaste como una atorada y te adelantaste, tomando la copa de Alexander.
—¿Estás diciendo qué es mi culpa? —grité, incrédula—. ¡Casi me matas! ¡Si Alexander no me hubiera llevado a emergencia inmediatamente hubiera muerto ahogada por mi propia sangre!
Apenas las palabras salieron de mi boca, parpadeé repetidas veces, dándome cuenta. Yo había pensado que Alexander era el culpable, se lo había recriminado y juzgado. Resultó ser inocente y si no fuera por